En la cuestión de la mujer rural seguimos como en la edad media. El campo colombiano ha tenido un proceso muy lento de desarrollo, poco tecnificado, expuesto al histórico conflicto de tierras y a la acción y abuso de las bandas organizadas, llámense guerrillas, paramilitares, narcotraficantes, o lo que sea, al final son lo mismo, conviven y se aprovechan de la falta de control que el Estado logra ejercer en algunas regiones alejadas y marginadas.
Según un estudio de la Universidad de Oxford con apoyo del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), las mujeres en las zonas rurales son el grupo menos conectado a las TIC en la mayor parte de los países de América Latina y del Caribe, lo que hace más difícil el acceso a herramientas que facilitan el trabajo agropecuario y mucho menos la inclusión en actividades formación o de trabajo a distancia.
La agricultura y el trabajo del campo es una actividad estratégica en cualquier lugar. Los países desarrollados por lo general subsidian plenamente está actividad que garantiza independencia y seguridad alimentaria. Israel es una potencia en agricultura dónde las mujeres juegan un rol fundamental en los kibutz y existe un equilibrio de participación comunitaria.
En Colombia son más de 5 millones las trabajadoras agrícolas, sin embargo, es una actividad que se sigue percibiendo y pensando como una práctica inherente a los hombres, descuidando que al lograr mayor visibilidad, reconocimiento y mecanismos de apoyo a la mujer que trabaja el campo se lograría mayor crecimiento y desarrollo del agro colombiano.
La ecuación parece fácil, el problema es que aún estamos en pañales en cuanto a lograr la paridad en la proporción de hombres y mujeres que toman decisiones dentro del sector agropecuario. De 53 gremios, solo 9 los lideran mujeres, y en 14 hay presencia de no más de dos mujeres en sus juntas directivas.
La pandemia y todas las consecuencias que trajo consigo, como los confinamientos, restricciones de movilidad, recesión de la economía y pérdidas de empleo también se hicieron sentir en el campo y debido a las desigualdades de género las mujeres en la ruralidad también resultaron ser las más afectadas, sobre todo aquellas que tenían empleo formal o informal en sectores diferentes al agro.
Lo paradójico es que, en Colombia, pese a la pandemia, el sector agroindustrial fue uno de los pocos en registrar un crecimiento positivo. A pesar de la incertidumbre mundial por el coronavirus el campo colombiano fue capaz de crecer 2,8 %. En el agro tenemos mucho que contribuir y complementar.
En el ámbito mundial es una creciente tendencia la participación de las mujeres en la producción agrícola, demostrando que con la capacidad femenina se mejora la contribución a la seguridad alimentaria. Según expertos, si las agricultoras gozaran de las mismas oportunidades, condiciones laborales y derechos que los hombres, podría reducirse en 100 y 150 millones el número de personas con hambre en el mundo.
Es el momento de abrir espacios y crear mejores condiciones que empoderen a las mujeres agricultoras, que les permitan el desarrollo de sus capacidades, revertir la desigualdad en las áreas rurales y facilitar acceso a la tecnología, reducir las brechas de desigualdad social para que puedan mejorar sus condiciones de vida y las de su núcleo familiar. Hay que legitimar sus derechos y dignificar su labor.
Publicada en el Diario del Huila aquí
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