El espejo de Ecuador (II)

Un amable lector hizo algunas observaciones sobre mi anterior columna publicada en este mismo espacio bajo el mismo título. En su opinión, la situación de Colombia es peor a la que describo, afirma que la violencia y el deterioro de la seguridad son más graves, la corrupción más profunda, el narcotráfico más enquistado y generalizado y el estado fallido.

También sugiere que los colombianos asistimos indiferentes a una debacle nacional y alerta sobre la urgencia de avanzar en propuestas que realmente eviten los efectos negativos que pueda traer la llamada “paz total”.

Nuestro lector ciertamente recoge el malestar de un sector de la sociedad indignada, y desde mi punto de vista no le falta razón, aunque si es importante poner la situación y sus circunstancias en su justa proporción, ya que, si bien existe un deterioro importante en la seguridad y una gran incertidumbre por lo que pueda venir, Colombia aún está lejos de los años más oscuros de su historia, su democracia se sostiene y hay razones para pensar que se mantendrá.

Pero también hay razones para suponer que podemos ir por el camino equivocado, que un descuido nos puede devolver al pasado, al estado fallido, a repetir la historia, y por eso debemos tomar las precauciones necesarias, comenzando por el hecho de recordarles a las nuevas generaciones lo que fueron aquellos años aciagos de nuestra historia. Ningún colombiano puede ser ajeno a esos años de terror.

Es difícil refutar a quienes hacen un juicio tan severo del momento que vivimos y no es gratuita la preocupación al vernos reflejados en el espejo de Ecuador, donde ya asesinaron a un candidato presidencial, donde los principales cabecillas que controlaban sus propias cárceles se fueron de las suyas como Pedro por su casa o como Pablo por su “Catedral”, y que después cayó asesinado en Guayaquil el fiscal más valiente y que otros resisten con la lápida a sus espaldas.

Esa secuencia de hechos en el vecino país definitivamente nos trae un “déjà vu”, nos invita a mirar el retrovisor, a tomar medidas drásticas y urgentes. Estamos a tiempo para evitarlo, comenzando por evitar el debilitamiento a nuestras fuerzas armadas, por el contrario, hay que robustecerlas, exigir que se les devuelvan las herramientas que les permitieron defender el país, que impidieron que Colombia pasara a ser un estado fallido.

Claramente tampoco podemos caer en la tentación de ofrecer dadivas de impunidad por migajas de paz a las bandas de delincuentes que proliferan y se multiplican como conejos y sin otro aparente propósito que el de limpiar sus expedientes y reorganizar el crimen.

Cada uno de nosotros puede hacer mucho, comenzando por cultivar y promover los buenos principios con el ejemplo. Lo último que podemos perder es la base de nuestros valores, el respeto, y dejar que los criminales impongan el sálvese quien pueda y el todo vale: es ahí donde se reproduce el caldo de cultivo que amenaza el futuro de todos.

Invito a mi amigo lector -y agradezco su comunicación-, a que sin perder su sentido crítico se sume a quienes promovemos el diálogo desarmado de ideologías, que demos un paso adelante y transitemos la milla extra sin esperar a lo que hagan los demás. Cada uno tiene un papel, y un deber en esta democracia que se ha mantenido y debe subsistir hasta que hayamos logrado superar los obstáculos más difíciles.

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